Acción/Entrevistas

Carlos Martín Beristain: «El control del tejido social forma parte del objetivo militar»

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Carlos Martín Beristain nos atiende por teléfono desde la habitación del hotel de Barcelona en el que se hospeda. De elocuente voz radiofónica, hila fácilmente anécdotas y recuerdos con datos y teorías. Médico y doctor en Psicología, se ha especializado en el trabajo con víctimas de guerra y conflictos políticos, especialmente en América Latina. Ha sido asesor de varias comisiones de la verdad en Perú, Paraguay y Ecuador, así como dinamizador de la experiencia Glencree, que por primera vez puso en contacto a víctimas de ETA, los GAL, el BVE y de los abusos policiales.  Colaborador con entidades pacifistas como ICIP o la Escola de Pau, en esta entrevista nos habla sobre procesos de victimización, su potencial transformador y la futura composición de las violencias políticas y sociales.

¿Cómo es el proceso de victimización?

Es largo y va mucho más allá del hecho traumático. Tiene que ver con lo que ha vivido antes la víctima y también con las consecuencias posteriores, con el impacto de la propia violencia y cómo la gente afronta la pérdida de seres queridos, la persecución, las amenazas, la tortura… También tiene que ver con la falta de respuestas por parte del Estado, por la sensación de impunidad y con la respuesta social. Las víctimas pueden tener apoyo social, pero en la mayoría de los casos no, y eso profundiza el hecho victimizatorio.

Entonces, la impunidad hace que las víctimas sean más víctimas si cabe.

Claro, y el propio proceso de investigación (o la falta del mismo) hace que se hurgue en la herida, despreciando a la víctima y creando una “victimización secundaria”.

 ¿Qué motiva que haya esta falta de apoyos?

Primero, la perspectiva ideológica. En la mayor parte de las ocasiones, las víctimas provienen de sectores marginados, de pobreza o exclusión social. La posición de la víctima también hace que se reproduzca un trato de exclusión que en muchos casos ya existía previamente. Es decir, numerosas víctimas son de segunda categoría. Por otra parte, muchas veces los Estados no están preparados para llevar a cabo una investigación adecuada, o directamente son cómplices. Y a veces, el personal que atiende a las víctimas no está preparado para ofrecer apoyo psicológico, de salud… el tema de las víctimas no suele ser una prioridad política.

Un Estado que es cómplice con ciertos abusos, ¿es legítimo?

Para mí, no existe legitimidad en esas acciones. Lo estamos viendo cada vez más en los diferentes conflictos armados. La mayor parte de las víctimas son civiles: no forman parte de grupos armados de oposición, ni de guerrillas, ni de paramilitares, ni de agentes del Estado. Eso no es casualidad. Pasa en casi todos los conflictos. El control del tejido social forma parte del objetivo militar. No es que las bombas caigan en mal sitio, o que haya una equivocación en la estrategia militar, sino que es un objetivo. Esto, evidentemente, vuelve ilegítimo a cualquier perpetrador que emplee estas técnicas, por otra parte totalmente difundidas en la guerra moderna.

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¿Dirías que las víctimas sienten en términos de justicia o de venganza?

El sentimiento que más predomina es el dolor y el sufrimiento. El impacto de la pérdida, el miedo. Son los más frecuentes. Son reacciones normales ante experiencias anormales. Una reacción normal es el deseo de venganza reactiva, la rabia, el odio. Es algo normal frente a un hecho injusto, producido intencionalmente, que ha conllevado una crueldad. La cosa es ver qué se hace con esa rabia, con esas ganas de vengarse. Si la rabia se canaliza de forma constructiva, a través de la justicia y la lucha por los derechos humanos, se vuelve positiva. El problema es que en los contextos de impunidad, cuando se construye todo un sistema para evitar que haya justicia, esa rabia va a tener más efectos negativos: impactos en la salud, en la relación con los otros…

También puede ser usada políticamente para justificar la represión y la respuesta violenta frente a los considerados como enemigos, para estimular el círculo de la violencia. La justicia es un elemento fundamental. En aquellos lugares donde no se ha dado esta justicia, hay una insensibilidad hacia las víctimas.

¿Existen mecanismos psicológicos que a priori contribuyan a salir de estas situaciones traumáticas?

Las víctimas vienen de diferentes situaciones y tienen diferentes actitudes. Pero hay formas muy constructivas de enfrentar la situación. Primero, estimulando el respeto al otro al margen del círculo de violencia. Segundo, muchas víctimas han logrado canalizar de forma positiva sus sentimientos mediante el activismo, como las Madres de la Plaza de Mayo. Recuerdo el ejemplo de una mujer guatemalteca que había perdido a su padre quería, como parte de la reparación, que se construyera una escuela en su pueblo, cerca de Antigua Guatemala. Cuando le pregunté por qué era tan importante, ella me dijo: “Mi venganza es que los niños de mi pueblo puedan tener la escuela por la que mi padre luchó y por la que fue desaparecido”.

Estamos cerca de cumplir un año desde que se hizo pública la experiencia de Glencree, de la que fuiste dinamizador. ¿Por qué fue noticia?

Por varias razones. Si uno lo mira en términos de lo que debería ser noticia cuando abre el periódico, porque es una experiencia muy de verdad, porque reúne a víctimas de diferentes perpetradores, de ETA, del GAL, del BVE y de la policía o la Guardia Civil. Víctimas que se encontraron durante cuatro años y medio para abrir un espacio de diálogo y hablar sobre lo que significa ser víctima, sobre si hay un espacio de reconocimiento, si hay una empatía o no al margen de las diferencias políticas, si en ese espacio hay cosas que pueden ser importantes para las políticas de víctimas… Todo eso es parte de una experiencia conmovedora, comprometida y muy lúcida. La gente decidió, después de cinco años fuera de la discusión política y mediática, que quería salir públicamente y contar la experiencia, por si le era útil a otra gente y lanzar un mensaje a la sociedad.

¿Y por qué no fue más noticia de lo que fue?

La experiencia Glencree tuvo un fuerte impacto en el País Vasco y una buena cobertura de los medios de comunicación, de todos los medios, y eso denota algo clave: cómo se pueden superar los maniqueísmos y la utilización del sufrimiento en función de la condición política de la víctima y de quién es el perpetrador, y no en función del hecho y de la gravedad del sufrimiento padecido. Esto ha sido parte de los últimos treinta o cuarenta años de la violencia en el País Vasco, y eso hace que los mensajes dados por ciertos líderes de ciertas asociaciones hayan transmitido una versión de la experiencia de víctimas en las que no se sienten reconocidas todas ellas. Es importante saber que no hay una única voz de las víctimas, ni de las de ETA, ni de las del GAL, ni las de la policía en ese tiempo.

Glencree es una semilla que puede germinar si encuentra tierra, si encuentra agua, si encuentra gente que la utilice, que se deje llevar por esa experiencia, y eso incluye poner en cuestión algunos planteamientos que ha habido sobre la violencia, sobre la justificación de ciertas acciones, sobre mirar para otro lado. Hay que luchar contra todas esas cosas, y eso es parte de un proceso. Cambiar esto no es algo que pase de la noche a la mañana.

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Glencree se trató de un grupo “plural y heterogéneo (…) inclasificable con los parámetros habituales de identificación social y política”. ¿Ha sido este posicionamiento ideológico un obstáculo tradicional a la hora de comprender la complejidad de la reconciliación en el conflicto vasco?

Las víctimas que participaron eran muy politizadas, con diferencias políticas sobre la sociedad, el País Vasco, la democracia, la autodeterminación… La primera cosa que los participantes dijeron sobre Glencree es: “estamos todos en el mismo lado”. Este lado marca una posición ética frente el terror, y es clave para cualquier proceso de reconstrucción. Normalmente, las víctimas han tenido una memoria defensiva, basada en fijarse en las víctimas con las que hay identificación política, sin importar el dolor del otro. Pensando en sectores políticos de la izquierda abertzale más cercanos a ETA en su momento: “no me importa la muerte de un agente de policía o de la Guardia Civil porque es un agente del Estado», se insensibilizan ante la destrucción del tejido social que eso acarrea. O desde el otro lado: “la tortura no existe porque no hay sentencia que defina eso”… Esas formas defensivas de enfrentar el sufrimiento son claves para mantener la violencia y no dejan poner en cuestión los estereotipos sobre el otro. Eso tiene que quebrarse para que haya un proceso de reconstrucción. Si no, si se mantiene la justificación, no es posible. Glencree es un ejemplo de cómo las víctimas, que son quienes más difícil lo tienen, pueden hacerlo.

Esta exclusión mutua de las víctimas, ¿es también fruto de una batalla por el lenguaje?

No creo que las víctimas contribuyan a excluirse mutuamente, sino que es algo más propio de los sectores políticos que hablan en nombre de ellas. Sin embargo, sí que hay un lenguaje sometido a la polarización. Si digo “violencia terrorista”, me estoy fijando en ETA. No estoy hablando del terrorismo de Estado, del GAL, del BVE, de la tortura. Pero si digo “violencia política” va a haber gente que me diga que estoy legitimando la acción de ETA, porque estoy otorgándole un status político. El lenguaje termina secuestrado por las aspiraciones políticas de cada quien, por dos maneras excluyentes de ver las cosas. No hay matices, no hay contenido, sólo hay adscripción ideológica: o te pones en un lado o en el otro. Y si no te pones, alguien te pondrá.

Con el lenguaje secuestrado, ni siquiera el diálogo puede darse. Entonces, o terminas no diciendo nada y empleando un lenguaje genérico, o terminas usando un lenguaje tipificante. Éste es un término del que hablaba mucho Ignacio Martín-Baró, uno de los jesuitas asesinados en El Salvador en 1989, y con el que trabajé unos meses antes de que lo mataran junto a Iñaki Ellacuria y Segundo Montes. Él decía que la polarización hace que las preguntas tipificantes sustituyan a las preguntas de contenido. Es decir, la pregunta “de qué lado estás” o “de dónde vienes” sustituye a “qué dices”. No se discute qué se dice, sino quién, si lo dice alguien de los míos o no. Eso limita las posibilidades de hablar sobre los problemas, rompiendo los espacios de diálogo y la posibilidad de que estos sean una herramienta para la transformación.

¿Cómo crees que será la radiografía general de las víctimas en los conflictos futuros? ¿Seguirán perteneciendo en su mayoría a la población civil?

Desgraciadamente, lo que vemos desde hace cuarenta años es que la mayor parte de las víctimas son de la población civil. Y van a seguir siéndolo. Además, se va a dar una extensión en el tipo de violencia. En algunos casos seguirá siendo como la conocemos, grupos armados controlando la sociedad civil, pero por otra parte la violencia se va a diversificar hacia otros sectores ligados a nuevos contextos de negocio, riqueza y exclusión social. Por ejemplo, la lucha por los recursos naturales, que ha estado siempre detrás de las guerras. Cada vez aparece con más frecuencia el control del agua, del petróleo y de los recursos minerales como escenario del conflicto.

Por otra parte, aparecen ciertas formas de violencia social. Todo lo que está pasando en México en los últimos seis años en la guerra contra el narcotráfico, que es además una guerra contra la gente, es un ejemplo de ello. El supuesto control del narco es también el control de la migración. Los Zetas se parecen mucho, en sus métodos de entrenamiento y acción, a los servicios de inteligencia clandestina de Guatemala de los ochenta. El vídeo que hemos visto estos días del combatiente sirio comiendo el corazón de un soldado muerto es una práctica que conocemos también de ese contexto. Es una forma de recrear la crueldad y el terror, y se emplea cada vez más indiscriminadamente. El crecimiento de las desigualdades no va a hacer más que alimentar estas dinámicas.

Un escenario muy tremendo, ¿no?. Antes había una clara división de quién estaba dentro y quién fuera del juego de la guerra. En el momento en que se rompen los límites ya no hay rituales, no se respeta nada.

Hay que ser conscientes de a qué nos enfrentamos, no hay que dejarse llevar por la impotencia. Hemos aprendido muchas cosas, tanto del tratamiento de las víctimas como de cuáles son los mecanismos que hacen posible el horror. “La masacre es trabajo”, decía el antropólogo Ricardo Falla, autor de Masacres de la selva. Es un proceso organizado, y sus mecanismos de organización del horror siguen presentes. Te hablaba antes de los Zetas, cártel del narcotráfico de enorme crueldad. Ellos son ex-militares y ex-agentes de los servicios de inteligencia, y estas técnicas las conocen en el marco de su lucha contrainsurgente. Eran el brazo derecho del poderoso cártel del Golfo, antes de pasarse a trabajar para sí mismos.

Pues bien, conocemos mucho sobre esos métodos de entrenamiento y esas lógicas de la militarización. Por eso pongo el énfasis en que hay que desmontar esos mecanismos del horror para que la paz sea posible. No hay que dejarse llevar por el choque emocional frente al terror. No tenemos que dejarnos paralizar por esa extensión del terror a otros ámbitos de la vida. Necesitamos hacer incidencia política, hemos aprendido mucho de la lucha por la paz, de la creación de redes, de la lucha por los derechos humanos. Todo esto son herramientas potentes que tenemos que seguir usando para que tengan una acción más efectiva, pero también tenemos que ampliar la visión sobre los conflictos y tomarlos como cosas cercanas y no exóticas, cosas ligadas a nuestros modelos de desarrollo. Hay que aumentar la conciencia sobre estas cosas, y no dejarnos llevar por el shock del horror que se termina al pasar la página del periódico. Ésa es una actitud que contribuye a dejar que las cosas sigan como están.

 © 2013 Álvaro Ramírez Calvo. Todos los derechos reservados.

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